Hace 60 años, esta pregunta no tenía ningún significado, porque salar era mineralizar. Lo primero se hacía conscientemente; y de lo segundo no se necesitaba ser consciente, puesto que tan inseparables eran el salar y el mineralizar, que bastaba un solo término para comprender a los dos. Y como la sal era el mineralizador único y óptimo, he aquí que a “mineralizar” se le llamaba “salar”.
Cuando nos echamos a la boca una verdura, una legumbre, un tubérculo o un cereal hervidos, el paladar nos advierte inmediatamente y de manera inequívoca, que esas comidas no están bien de sabor: y en efecto son de mal comer, y por tanto es preciso saborizarlas. Y eso podemos hacerlo de dos modos: echando mano de un condimento de sabor fuerte y mezclándolo con esa comida tan débil de sabor, para que esa debilidad quede opacada por el condimento; o bien, elevando el sabor débil a su máxima potencia: es decir llevando a su perfección el sabor de la verdura, de la patata, de las legumbres, de los cereales.
En el primer caso estamos comiendo una mezcla del alimento con su condimento, de tal manera que, aunque estén mezclados, sabemos distinguir los sabores de ambos. En el segundo caso en cambio, no comemos verdura, patatas, etcétera con sal, ni somos capaces de detectar el sabor diferenciado de la sal si la hemos puesto correctamente; sino que comemos esos manjares elevados a su sabor óptimo, es decir mineralizados justo hasta el nivel en que alcanza cada uno de esos manjares su propia perfección de sabor: y es justamente el paladar el órgano encargado de advertirnos cuándo alcanzan los alimentos su mineralización óptima y por tanto su más alto valor alimentario.
Ocurre con los alimentos al salarlos-mineralizarlos, algo muy parecido a lo que nos ocurre a nosotros cuando bebemos agua de mar: no se nos salan las carnes y los huesos, sino que esa inyección mineral nos eleva el tono vital, enciende nuestras pilas, nos da marcha, nos hace más “salados” anímicamente. Nos eleva a nuestro mejor nivel tanto físico como anímico. Pues por ahí van las cosas: unos alimentos mineralizados a su mejor nivel, nos mineralizan también a nosotros a nuestro mejor nivel. Así de sencillo.
Por eso, si pensamos en mineralizar, hemos de asegurarnos de que la sal que empleamos es la mejor (y eso es bastante caro); o mejor aún: hemos de recurrir directamente a la mejor sal, que es el agua de mar. Es nuestro mejor mineralizador: sin ningún género de dudas. Eso explica que cuando bebemos agua de mar, la sensación que experimentamos no es que nos estamos salando, sino que hacemos nuestra mejor puesta a punto mineral. Indispensable por cierto, porque nuestro déficit mineral es una especie de tara biológica que compartimos con todos los herbívoros y que hemos agravado con las malas praxis agrícolas y ganaderas, y sobre todo con la increíble adulteración de la sal.
Conclusión: mientras la sal fue auténtica, dio lo mismo salar que mineralizar. Pero hoy que la inmensa mayor parte de la sal alimentaria está severamente adulterada, hemos de distinguir entre salar y mineralizar. Salar será por tanto echarle cualquier sal a la comida para contentar al paladar (que en realidad lo que nos reclama no es que salemos, sino que mineralicemos); mineralizar en cambio, será asegurarnos de que la sal que usamos, contiene todos los minerales (es el agua de mar desecada, sin escurrir y sin lavar). Estas sales tan completas suelen ser considerablemente caras. La otra alternativa es emplear directamente agua de mar: ahí sí que tenemos la garantía de mineralización integral.